En el Siglo I en la antigua ciudad de Corinto, capital de la provincia romana de Acaya, el apóstol Pablo, quien antes de su conversión al cristianismo se denominaba «Saulo de Tarso», predicó las buenas nuevas de Jesucristo durante un período de dieciocho meses por mandato del mismo Señor que le dijo «No tengas miedo; sigue anunciando el mensaje y no calles. Porque yo estoy contigo y nadie te puede tocar para hacerte daño, pues mi pueblo es muy grande en esta ciudad». Allí fue plantada una de las primeras congregaciones cristianas a la que se remitieron dos de las «cartas paulinas»; en una de sus epístolas el apóstol le dijo a los corintios lo siguiente:
«En
primer lugar les he enseñado la misma tradición que yo recibí, a saber, que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que lo sepultaron y
que resucitó al tercer día, también según las Escrituras; y que se apareció a
Cefas, y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a
la vez, la mayoría de los cuales vive todavía, aunque algunos ya han muerto. Después
se apareció a Santiago, y luego a todos los apóstoles.
Por
último se me apareció también a mí, que soy como un niño nacido anormalmente.»
En efecto, antes de su conversión Pablo creía estar sirviéndole a Dios al perseguir a los primeros cristianos, pero una vez el Señor Jesucristo se le apareció en persona, habiendo resucitado de entre los muertos, este hombre no podía negar la realidad de la que él mismo comenzaba a ser testigo, por lo cual dirigiéndose a los corintios añadió:
«Porque si los muertos no resucitan, entonces
tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no
vale para nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen. Si esto
fuera así, nosotros resultaríamos ser testigos falsos de Dios, puesto que
estaríamos afirmando en contra de Dios que él resucitó a Cristo, cuando en
realidad no lo habría resucitado si fuera verdad que los muertos no resucitan. Porque
si los muertos no resucitan, entonces tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no
resucitó, la fe de ustedes no vale para nada: todavía siguen en sus pecados.»
Uno de los episodios posteriores a la resurrección de Jesucristo que más me conmueve es aquel en el que el Señor se le apareció a sus discípulos y les mostró las manos y el costado; ellos se alegraron de verlo vivo; sin embargo, la Escritura narra que el apóstol Tomás no estaba con ellos cuando eso sucedió, por lo cual cuando los demás le narraron lo acontecido y que habían tenido la experiencia de ver a Jesús resucitado, Tomás les respondió con la sinceridad de alguien que está dispuesto a creer si le presentan las evidencias de lo que se afirma: «Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer» ¡El solo quería vivir la experiencia que los demás discípulos habían tenido! Por ello cuando Jesucristo les apareció otra vez le dijo a Tomás: «Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!» ¡Está demás decirles que desde ese día Tomás fue uno de los creyentes que estuvo dispuesto a ofrendar su vida para defender la verdad de la resurrección de Cristo!
Yo, hace varios años, no creía que Dios existiera y, por lo tanto, tampoco creía que Jesucristo fuese Dios o el Hijo de Dios y mucho menos que hubiese muerto y resucitado, como testificaron y escribieron los primeros cristianos. No me interesé en darle a conocer a otros lo que pensaba acerca de la existencia de Dios y tampoco en pedir evidencias de la certeza de esa verdad hasta que un amigo, jugando futbol, me dijo que si quería saber si Dios era real debía hablarle; si Él me respondía, entonces yo me convencería de que Dios existía. Aquel reto no me pareció irracional, por lo cual aquella misma noche, acostado sobre mi cama, hablé al techo de mi habitación diciendo: ¡Dios, si tú existes, demuéstramelo!
Solo quiero compartir con ustedes que Aquél que le dijo a Tomás «No seas incrédulo» y que se le atravesó a Saulo de Tarso en el camino a Damasco y le preguntó «¿por qué me persigues?», no solo me demostró que existe, sino también me ha demostrado en repetidas ocasiones que me ama, que me bendice, que me cuida, que me respalda, que está conmigo a donde quiera que voy; por lo que me uno al salmista al decir «¡Entiendan, gente torpe y necia! ¿Cuándo podrán comprender? ¿Acaso no habrá de oír el que ha hecho los oídos? ¿Y acaso no habrá de ver el que ha formado los ojos?» ¿Acaso no hablará el que ha hecho la boca? Por lo cual dice: «Si hoy escuchan ustedes lo que Dios dice, no endurezcan su corazón como aquellos que se rebelaron».
Otro de aquellos primeros testigos de que Cristo vive es el apóstol Pedro, quien en una de sus cartas dirigidas a los primeros cristianos les dijo «Estén siempre preparados a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen», por lo cual en diálogos que he sostenido con hombres y mujeres bastante fundamentados con conocimientos filosóficos y científicos, que se reconocen como ateos y que me han pedido que les demuestre la existencia de Dios, yo les he dicho que me demuestren la existencia de su mamá o de la mía sin usar un argumento teísta (en el ateísmo hay argumentos para refutar casi todos los argumentos que cualquier teísta usaría para debatir sobre la inexistencia de Dios). Todavía no conozco al primer ateo que me haya podido demostrar que su mamá o la mía existen, pero eso no quiere decir que sean inexistentes. Lo que sí puedo decir es que la experiencia de vida que tanto ellos como yo hemos tenido con nuestras madres, nos impide aceptar su inexistencia.
Apreciado lector, ¿tú ya experimentaste a Cristo resucitado?
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